M ientras las golondrinas surcan el cielo y dicen adiós en una tarde ignorada, acompañadas por el viento de otoño temprano; yo, tendido en mi cama
espero que el teléfono suene en un antiguo hotel playero.


Miro pasar las nubes y lejos las últimas que quedaron rezagadas.  "Crazy" de Patsy Cline suena melancólica en la habitación de al lado.
El ventilador hace clack clack en cada vuelta contra la pared.


Tambalea una vieja y sucia copia de "La joven de la perla" que no deja de mirarme y no me dice nada. Tiro el último paquete de cigarrillos
abollado que queda haciendo equilibro sobre una lata vacía de cerveza al lado del teléfono que sigue sin sonar.


Surcan las calles los últimos turistas cuando cae la tarde. Acaso buscan refugio en un bar. Brillan las primeras luces y el cielo se siente confuso y doliente.
No quiero pensar más en el asunto que no me abandona, no tengo ya derecho a pensar en ello, lo sé. No seguiré tampoco mucho tiempo aquí. 


Miro la carta sobre la mesa de luz, resbala una lágrima . El aire entra pesado y es eterno el tiempo cuando no suena el teléfono. La chica de la perla me mira.
¿Es que no vas a decir nada?


Me levanto y agarro la carta que huele a tus besos. Cada palabra, canta, grita y gime lo que ya no es secreto.


En el silencio sin tormenta ni viento escucho mi sangre. Resuenan, rasguñan las palabras una y otra vez y retumba en mi sien una flecha que quema; cae pesado el cuerpo cansado.
Llaman a la puerta del viejo hotel.


La carta arrebatada por un remolino de viento sale y se enreda en el cableado de la calle; se bambolea como un barrilete , antes de caer. Cae, cae.
Llaman a la puerta y la chica de la perla, no dice nada.