El 4 de junio de 2011, promediando las 15.40 horas, la sirena del cuartel de Bomberos Voluntarios de Villa La Angostura alertaba a la población del inicio de una erupción volcánica en Chile. A las pocas horas, como consecuencia directa de los vientos en altura, uno de los escenarios naturales más bellos del mundo, ubicado dentro de la Patagonia Argentina, junto a sus habitantes, quedaba literalmente sepultado, tras una inusual lluvia de piedra pómez, arena y ceniza.
En ese mismo momento, en forma paralela y silenciosa se iniciaba un proceso social que a la postre, resultaría fundamental para la superación de un fenómeno natural sin precedentes.
La precipitación de miles de toneladas de material volcánico, se encontró como respuesta, con todo un pueblo movilizado, con la única convicción de salir adelante.
Mientras del otro lado de la Cordillera de los Andes, la tierra liberaba cantidades incalculables de energía, en simultáneo, de este lado de la frontera, el magma de la solidaridad fluía a raudales, motorizado desde todos los rincones del país. Como lógica resultante, en el concienzudo esfuerzo por remover y retirar la escoria del lugar merced al trabajo mancomunado, un decidido proceso de refundación estaba en marcha.
“El primer paso hacia la recuperación sería lograr comprender que lo que estábamos viviendo en aquel momento, ya había ocurrido con anterioridad, y, que buena parte del entorno natural con sus singulares paisajes, en alguna medida se había conformado y había resistido este tipo de acontecimientos de la propia naturaleza, marcado por sus propios tiempos, que sin lugar a dudas no eran los nuestros, los de nuestras ansias y necesidades. El paisaje estaba allí, casi intacto, aguardando por ser despojado de aquel velo gris que lo sometía apagando su magia”.