Emprender seriamente el estudio respecto de alguna materia, no importa cuál sea ésta, implica consagrarle la mayor objetividad posible, y lo mismo cabe decir de todo aquello que haya de provenir o que sea resultado del pensamiento, toda vez que éste sea reconocido como fruto de la responsabilidad del agente, o, en cualquier caso, que proviene de gente digna de él, aun cuando quien lo haya elaborado hubiera sido hasta el momento una persona anónima. Al menos así debería ser considerado, es decir, tenido en cuenta por quienes se dispusieran a evaluar su exposición. Es cierto, por lo demás, que todo pensamiento implica valoración. Pero ésta no tiene por qué contener alusiones políticas, ni ideológicas, ni propiciar la interpretación de los hechos que haya de analizar en ese sentido a la medida de determinados intereses, vale decir, torcidamente, según ocultas conveniencias, sino tan sólo conformarse con exponerlos como ellos se presentan y lo que de ellos haya de deducirse conforme a verdad, criteriosamente, diríase. Que los errores –reales o presuntos– que puedan ser cometidos en tan significativa tarea no lo sean adrede, ya que entonces dificultarían el trabajo de otros pensadores dispuestos a continuar la búsqueda de la verdad o, al menos, de un mayor acercamiento a ella. Al elaborar “el proceso inflacionario” nunca antes y tampoco después nos hemos permitido suponer, ni mucho menos, que tengamos la verdad revelada, aun cuando resultaba –eso sí– un verdadero halago, aunque también una verdadera preocupación para nosotros, exponer acerca de este asunto que –dígase lo que se dijere respecto a ella, la mal llamada “inflación”– tanto preocupa –permítasenos la expresión– a tirios y troyanos.