La contemporaneidad es facticidad sin sentido, un “espacio de crisis” donde al “ocultamiento de Dios” (teología) le corresponde “la imposibilidad del Absoluto” (filosofía), y a ambos les son correlativas la imposición de un “universo infinito e inestable” (ciencia) y la consecuente pérdida de significancia (semiótica) que implican el vacío y las ausencias. Esa contemporaneidad es asimismo preludio que inaugura la emergencia hegemónica de la efectividad (tecnología), al costo de una debacle espiritual que tiene consecuencias trágicas para la vida y la convivencia humanas. El agotamiento de las dimensiones imaginarias o no de ese universo, determinadas por las repeticiones inexorables de su geografía máxima y mínima, o la imposibilidad de progresar “más allá de la inmanencia” que reitera los recorridos reales y virtuales por la materia, proyecta nefastos efectos desexistenciarios sobre una humanidad que se hunde en la facticidad sin sentido y pervierte cualquier posibilidad de conocimiento, valor y virtud. La emergencia de novedosas modalidades de subjetividad, que atentan contra la existencia colectiva de comunidades, culturas y modos de vida, tienen directa relación con originales formas de reproducción del capital (economía) y modos traumáticos para realizar el prometeico sueño de producción de poder privado (política). También influye de manera decisiva la vigencia de un sistema de poder tecnocrático que sustituye “lo real” por virtualidades e impone una “convivencia” determinada por flujos digitales efímeros e inconsistentes. Esta obra demuestra que tales cuestiones económicas o políticas, científicas o técnicas, lejos de ser contradictorias con un tratamiento teológico o filosófico de la realidad, dependen de la previa respuesta de éste a los problemas elementales que la ciencia y la tecnología deben tener por resueltos antes de aplicar sus progresos por más elocuentes que estos pudieran parecer. Y tal demostración, en el presente texto, no gira en el vacío sino que perdura fundamentada en un recorrido ejemplificador a través de las diversas culturas “occidentales” que han predominado, primero en la misión de “ordenar a la Humanidad” en el tiempo y el espacio, para luego desatar la tragedia que signa un porvenir de convulsiones y pérdidas. Un “mundo” llega a su fin y las formas y elementos que lo sostenían se degradan fungiendo una transición hacia nuevas dimensiones de un “futuro” donde el hombre será un mendigo de lo inexorable. Sólo la conciencia plena del colapso y las causas que lo generan puede abrir una herida en ese futuro a favor del ser humano, evitando la pérdida de su condición de persona y de las virtudes propias que pueden salvarlo.
