Mi padre albergó, durante su vida, dos tipos de energía: impulsos instintivos y fuerzas espirituales.Pudo coordinarlas y, a su vez, armonizarlas. Entre ellas destaco primordialmente la fidelidad a sus principios, que se tradujo en una actitud de honradez.La persona honrada armoniza las palabras con los hechos: es como debe ser, actúa como debe actuar, elige en virtud del ideal que orienta su vida y no por impulso de sus intereses particulares, es fiable y creíble, tiene “palabra de honor” y, consiguientemente, inspira confianza.Esa coherencia básica confiere a la persona su condición de “auténtica”; la aleja de toda falsedad, incoherencia y doblez, y le confiere una sólida identidad, traducida en apertura sencilla y colaboradora.Tenemos identidad cuando somos idénticos a lo que debemos ser. “Es todo un hombre”, se dice de alguien que se manifiesta como un ser humano cabal, pleno, íntegro. Y lo es cuando vive abierto generosamente a los demás y crea, con esta apertura, ámbitos de libertad, comunicación, comprensión y ayuda. Con esta virtud, este modo de comportarse, mi padre hizo evidente su vocación de ser comunitario.