Aquel mundo, era otro mundo.
Solo bastaba la palabra y mirarse a los ojos para entendernos y encontrarnos. Decir gracias, perdón y por favor, era tan común como el sol de cada día. No existían rejas, alarmas, claves de seguridad, celulares, computadoras, mensajes de texto, redes sociales y videos.
Había más tiempo para disfrutar las noches estrelladas, los colores del arco iris y el misterio de la luna. Y mucho más para decir te quiero, juntarnos en familia y celebrar la mesa del domingo.
Todo era más simple. Y más humano. Poquitas cosas alcanzaban para ser feliz.
Un día, o una noche, o una tarde, la luna se ocultó, enloqueció el reloj y los bichos de luz perdieron sus linternas. Las miradas dejaron de mirarse y las calles se poblaron de miedos, indiferencias, egoísmos, hipocresías y soberbias.
Sin embargo, todavía, en los labios nos queda una canción para vencer tanta muerte y el milagro de un pibe queriendo remontar su barrilete, desafiando el soplido de los vientos.
Alguna vez, mujeres y hombres extrañarán su antiguo mundo, y volverán a juntarse por la vida y por la paz, en un destino de amor y trigo compartidos, en una plaza enorme poblada de poetas, niños y gorriones. Quizás, no falte tanto para esta buena nueva. A lo mejor, cuando vuelva a brotar la primavera.