A cada hombre, a lo largo del tiempo, no sólo teórica sino vitalmente, le fue presentada una misma pregunta acerca de “quién es” o “quiénes somos”; y ésta cuestión regresa insistentemente. No saber quiénes somos se asemeja a confesar que carecemos de identidad, o al menos que no logramos reconocerla. Cómo entonces, sin la misma, afrontar la realización de la obra del propio destino; es decir, sin llegar a despejar claramente –según el esbozo de la antropología kantiana–, qué sea posible “conocer”, qué se deba “hacer” o qué sea licito “esperar”.
Como hecho primario de la existencia, sin embargo, desde hace mucho tiempo, aun en medio del olvido de una metafísica axiológica, la experiencia no cesa de advertirnos el haber lo real originario, bajo el hecho de que sentimos y experimentamos que somos valiosos. Al reconocimiento de éste experimentar le cabe el saberse del sujeto como identidad. Ciertamente, la exposición de una realidad axiológica no estará exenta de dificultades pues, no siendo ni una cosa, ni una idea, arrastrará de antemano toda clase de malentendidos ontológicos. El haber de una otra identidad, cuyo modo sea seguro, como también el principio que de ella se derive, quizás sea considerado no sólo fuera de época y a la vez reflejo de la época, sino también opuesto a la época. Y, sin embargo, aun así, su posibilidad será aquello que por sí misma deberá sostener que valía la pena intentarlo.
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