El 24 de enero del 2020 mi vida explotó por el aire.
Dicen que cada persona tiene distintos mundos en correspondencia a las relaciones que construye. Ese viernes negro, uno de mis mundos trascendentales se derrumbó completa y definitivamente. Mi hijo Juan Bautista de 20 años murió en un accidente.
Dolor desgarrador, angustia, incredulidad, vacío, miedo, fueron algunas de las sensaciones que se apoderaron de mí, ese y otros tantos días.
La tristeza fue mi dueña durante meses, pero la certeza de que Bautista no podía dejarme solo dolor sino una gran enseñanza de vida me hicieron ver la luz al final del túnel.
Sabía que sola no podría así que busqué apoyo en terapia y en la ayuda mutua que se practica en el Grupo Renacer, donde miles de padres compartimos la crisis existencial más grande que se pueda experimentar.
No te voy a mentir, el camino no fue fácil, pero con amor, paciencia y esperanza aprendí a llevar a mi amado hijo desde la mente, donde vivió los primeros tiempos, al corazón donde habitará para siempre.
En estas líneas relato mi proceso de transformación interior, ya que un mero duelo no es suficiente cuando algo así nos sucede, porque inevitablemente nunca seremos los mismos.
La vida tal cual la conocíamos se esfumó. Debemos reconstruirla, pero esa reconstrucción no tiene porqué ser negativa, al contrario, en memoria a ese hijo tenemos la responsabilidad de generar una mejor versión de nosotros mismos.
De esta forma, ya no estará en el pasado sino en el presente y futuro de muchas vidas que podemos iluminar en su nombre.