Perseguido por la calumnia y asesinado en Lima, la historia oficial acusó a Monteagudo de crímenes y perversiones. Lo llamaron “vicioso”, “jacobino histérico”, “carnicero”, “mulato”, “zambo”, “terrorista”, “asesino”, “réprobo”, “discípulo del Diablo”. ¿Por qué tanta saña contra uno de los ideólogos más brillantes de Sudamérica: promotor de la liberación de esclavos e indígenas, fundador de media docena de periódicos, impulsor de la Revolución de Chuquisaca, brazo derecho de Castelli, cerebro de la Asamblea del Año XIII, asistente de O´Higgins, amigo y asesor de San Martín, estadista del Perú independiente, protegido de Bolívar? Porque Monteagudo tuvo una idea grandiosa, a la que dio su vida: la unión sudamericana. “Un hombre grande y terrible –escribió un historiador- concibió la colosal tentativa de la alianza entre las Repúblicas recién nacidas, y era el único capaz de encaminarla a su arduo fin. Monteagudo fue ese hombre.” En esta emocionante y documentada biografía, que sigue al patriota tucumano en su periplo libertador por toda América, Garin sostiene que la dicotomía de fondo en las naciones recién independizadas no fue entre monarquistas y republicanos, o entre unitarios y federales, sino entre continentalistas y localistas. Las oligarquías, ansiosas de mandar en sus terruños como en posesiones privadas, se asociaron con los nuevos imperialismos para “descuartizar” América en repúblicas fragmentarias, más fáciles de dominar. Monteagudo y su recuerdo debían perecer.