Durante un tiempo, cada vez que me asaltaban imágenes deseosas de ser verso, insistía en mi cabeza el siguiente lema familiar: “La letra con sangre entra”.
Comencé a buscar ansiosamente la hoja en blanco desde pequeña. Me atraía dibujar en los rincones de las paredes, vértice bajo, cerca del zócalo. Mariposas, espirales, marcando desde entonces el principio y el final.
Los niños son sabios garabateándolo todo. El mundo, para ellos, es tan simple como una hoja de papel.
Más tarde, navegar entre las letras, aspirar el aire de las partes recortadas se convirtió en un verdadero placer.
Descubrí que el juego de palabras no basta para hacer poesía, así como también, y de forma poco discreta, el silabeo se transformó en un repetir adictivo.
A veces me pregunto ¿qué hace la gente cuando no escribe, que no se tienta con los rincones o los garabatos?
Los velos de estas páginas desnudan la carnadura del amor y sus desencuentros, la muerte y su resistencia a inscribirse, las rarezas del tiempo. Y más.
Entre poesías, descubro que hay que tener sangre para escribir y así, olvidarse de que hay un final.