Recuerdo la primera vez que escuché a Laura Valbonesi compartir sus poemas en voz alta y desplegar visiones con la fuerza de un encantamiento. Su voz parecía emerger desde algún fondo, o desde el centro de lo humano, eso que también puede ser salvaje, a veces.
Imbuida en una música propia, abierta al misterio e integrada a un inmenso todo, su poética se alzaba como un canto, con el privilegio de quien puede ver haces de luz o capturar momentos de belleza para ponerlos a disposición, ofrendarlos.
Cuando Laura escribe, las escenas se revelan sin pausa, con nitidez, como si solo tuviera que recordar o agradecer y celebrar, ponerse al servicio del arte de contar y vibrar con lo más sensible, lo más extraño o fascinante.
Como viajera, sabe confiar en la intuición y se vale de la potencia de la palabra escrita, embarcada en la tarea de moldearla y transfigurarla.
La que es llamada por el jardín y viene del azul del cielo y del mar.  
La que acaricia nubes, recoge talismanes y puede oír con los sentimientos.
La que sueña con el viento y alza la mirada hacia la cima.
La adoradora de las flores gigantes del árbol de magnolias.
La que sabe hacerse de un hogar en el tronco de un árbol.
La que elige mirar desde la altura de una hormiga.
La que escucha el dolor de las raíces y evoca la memoria del río. 
La que ama el silencio mientras camina por el campo.
Y se abre paso entre caracoles, inventa palabras
y es pájaro, brote, limo, guijarro o pez.

Agustina Rabaini