Como hoy los valores más nobles se han convertido, para muchos de engreída sapiencia, en una caricatura, nuestra lengua no puede escapar de esta moda finisecular, que encumbra lo tosco, pondera lo trivial, degrada todo lo que sugiere cultura, trabajo, seriedad, trascendencia, y une las palabras a su gusto --una vana y dos vacías--, aunque con ellas nunca se diga nada, porque todo lo demás, lo que llamamos correcto o normativo, es una antigüedad, un signo de afectación, un guiño de señorita vieja de otro siglo. Triste es decirlo, pero hablar y escribir bien, o bastante bien, o tener la sana intención de hacerlo parece, en nuestros días, sinónimo de lamentable atraso. Mientras, -exhuman- cuando, en realidad, entierran o -inhuman- cuando desentierran. Otros hablan con autoridad científica de -experimentos dinámicos realizados sobre un modelo envés que en un sistema real- o de -cambiar linearmente a través del tiempo, reenforzando el efecto de la acción original-. Los -cómicos de la legua-, aquellos que, en España, andaban representando en poblaciones pequeñas, nos prestan su nombre -¡y qué bien nos viene!- para bautizar, con un ligero cambio, a estos -cómicos de la lengua-. No pocos hablantes combaten esta cómoda actitud que preconiza el no saber para no tener la obligación de estudiar y, a veces, lamentan que la Academia no tenga un refugio para hablantes desamparados, una clínica de recuperación o rigurosos castigos para los que cometen dislates. La solución no es la cárcel ni la hoguera, sino el amor por las palabras, la lectura de buenos escritores y un tiempo de humildad para reconocer nuestras faltas. Cuando se refiere a su personaje Edward Fitzgerald, escribe Borges en Otras inquisiciones: -...y su amor se extiende al diccionario en el que busca las palabras- . Por algo, nace la frase hablar como un libro para indicar la corrección, elegancia y autoridad con que uno se expresa. Sin embargo, es más fácil hablar y escribir mal que consultar el pesado Diccionario académico para enterrar nuestras dudas. ¿O, acaso, ya ni dudamos? Debemos tener conciencia de que, aunque no lo parezca, aprender nuestro español, nuestra lengua materna, requiere un trabajo laborioso, tenaz -lo saben bien nuestros alumnos-, pero lleno de goce y de pasión. Por eso, para que las palabras no sufran más penas, desvaríos u olvidos, aconsejamos, con audacia y valentía, recurrir a las normas, esas reglas poco conocidas y, menos aún, queridas, sobre todo, porque se las acusa de que son espejo de la ortodoxia académica. Vana superstición. Estas normas de larga fama tratan de contener buenamente nuestros desbordes y ponen freno a nuestra cháchara rebelde. Palabras inútiles abundan, y construcciones cojas sobran. Todavía hay unas cuantas personas que creen de que existen péritos en estratosfera y/o litosfera que conforman una verdadera élite de erúditos. Dequeísmo, tildes que cabalgan sobre las vocales de ocasión sin perder los estribos, conjunciones que se aparean, neológicos regímenes preposicionales y no pocos plurales novedosos, de altos vuelos, sumen a la lengua en estado de triste discapacidad. Respecto de su uso, no podemos ser cojos ni mancos, porque la comunicación auténtica no es una menudencia ni puede andar de cabeza. Es cierto que muchos hablantes se conforman desinteresadamente con su ignorancia repitiendo hasta el cansancio que menos da un clavo, y que su aspiración no es contar las estrellas. Basta para corroborarlo el padecer un ratito algún programa de televisión; si es político, mejor; si es hogareño, adelante... no perdamos el ánimo... Entonces, escuchamos que la primer idea innovativa y abarcativa es construir a futuro, o que ya no quedan localidades a vender, porque la actriz, recientemente distinguida con un premio, siempre trabaja a sala llena. El periodista le pregunta al cantante de moda si está orgulloso en participar de la música de su hermano, y aquél contesta con un displicente es como que sí. El comentarista político espera las conclusiones finales de sus invitados -parece que el programa estuvo lleno de conclusiones, y éstas son las finales-, cuyos mensajes permean hacia abajo, y remata su juicio sobre el tema con una pregunta incompleta, que dirige a los telespectadores: ¿Usted qué le parece? La publicidad compulsiva, que no se lleva la palma, recomienda -recibir vendas calientes conteniendo productos adelgazantes-, y una inocente historieta nos deja atónitos con un -habran paso- con h. Respecto de la publicidad, nos ha llamado la atención un aviso con el título de -SOS Psicológico-. Su redacción es la siguiente: -Es un servicio que se brinda, en carácter gratuito, en los efectos de orientar a las personas que se encuentran en situaciones de riesgo y/o urgencia, o bien con problemas de angustia y/o depresión en las distintas alternativas de atención que brindan instituciones públicas y privadas- . Angustia y depresión generan avisos como éste, que es ejemplo acabado de la aversión a las normas o, lo que es peor, de su ignorancia. ¡Penosa exhibición de nuestro idioma! Ese texto no está escrito en español. Hasta puede considerarse una metáfora de nuestros tiempos, en que se glorifica lo hueco y lo mediocre, porque lo más importante, en definitiva, es tener clientes para ganar dinero. La Academia recibe, pues, nuestros usos, los estudia y, luego, reconoce o no la necesidad de su registro. La norma nace del hablante común y, también, del escritor consagrado. Un ejemplo sencillo: en una época era frecuente, entre los adolescentes y después, por imitación, entre los adultos, la palabra -bárbaro- con el significado de -magnífico-. Todo era -bárbaro-, hasta la taquicardia. La Academia no había registrado esa acepción en la edición de 1970 de su Diccionario. Después de su examen, aparece en las ediciones de 1984,1992 y 2001 respectivamente. El uso continuo del vocablo -hoy no tan común como entonces- dio a luz la nueva denotación. En la vigésima segunda edición del Diccionario -hay que estar a la altura de los tiempos-, aparece registrada la locución adjetiva y adverbial de alucine con la denotación de -impresionante, asombroso-. Es decir, que lo normativo -bueno es que se entienda definitivamente- no parte de un docto don Probo o de una erudita doña Perfecta, severos censores que nos obligan, hasta la tortura, a expresarnos así y no así. Tampoco debemos leer todo el Diccionario por decreto y a una hora determinada. No es ese el objetivo, aunque sabemos que hay quien lo lee con alegría y no, precisamente, para atraer el sueño. Cuando el uso se hace general, origina la norma. Sin querer, somos los artífices de lo que criticamos o de lo que desestimamos a diario. Si en las oraciones impersonales -y según la norma-, el verbo -haber- debe usarse en tercera persona del singular con sus correspondientes modificadores (objeto directo, circunstancias), ¿por qué se escuchan esos descarriados -hubieron-? Entonces, no es lo mismo hubieron muchos niños en el jardín zoológico que hubo muchos niños en el jardín zoológico. Como tampoco es lo mismo escribir indistintamente con j o con g una palabra. Al respecto, nuestro maestro, don Alonso Zamora Vicente, cuenta con ironía una anécdota: -En su pueblo, alguien decidió quitarse de en medio a su señora esposa, y eso que estaban casados por la iglesia y toda la pesca, pero primero la consultó: ¿Palo, piedra, precipitada desde la torre? ¡Escoge...! Lo atribulaba a mi amigo la grafía de escoge. ¿Con ge o con jota? Tuve que decirle que con jota si la elección era a muerte segura, y con ge si existía la posibilidad de sobrevivir- . -Una de cal y otra de arena-, para contemporizar. Reconocemos que hay palabras, en nuestro vapuleado español, que siembran la enemistad y la discordia con sus consonantes, pero no hay que darle alas a la decepción ni convertirse en un disidente ortográfico como aquel que, a veces, escribía el sustantivo -vestíbulo- con -b- para nombrarlo como lugar de entrada, porque se suele entrar como lo hacen algunas bestias, deprisa y corriendo, es decir, a lo bestia ; otras veces, lo escribía con -v- -recta costumbre-, como lugar de salida, porque lo relacionaba con -vete y no vuelvas-. Estas bromas del doctor Zamora Vicente ilustran la actitud díscola que muchos asumen hoy frente al idioma. Las consecuencias son claras. ¿De qué vale saber decir -y sin equivocarnos- polisíndeton, anacoluto, otorrinolaringólogo o jerosolimitano, si luego, con toda soltura, atravesamos los oídos de nuestros interlocutores con dardos que derriban vocales (la primer idea), agregan palabras donde no se necesitan (esto es como muy peligroso, ¿sí?), inventan otras (no te psicopatees más; él profugó siempre), cambian arbitrariamente sus significados (las diferentes opiniones que cada persona detenta), destrozan los verbos (Rompió el glaciar Perito Moreno), ponen tildes seguras donde no deben existir, tal vez, para revestirse de erudición (ésto es un telégrama) e invaden de guiones el espacio que debe existir entre la preposición latina ex y el sustantivo o adjetivo correspondientes (*ex-directora; *ex- monárquico?). Los hablantes debemos ser conscientes de la existencia de normas lingüísticas, precisas y cultas, que prescriben el uso correcto de la lengua. Estas normas fónicas, gráficas, morfosintácticas y léxico-semánticas, que implican una distinción entre lo correcto y lo incorrecto, nos ayudan a despejar dudas. Gracias a la norma léxico-semántica, podemos corregir oraciones como ésta: Hay un nuevo champú para pelo de ambos sexos o como ésta: Usted entrará en el consultorio en quince minutos. ¿Tanto tardará entre levantarse de su asiento, en la sala de espera, y entrar en el consultorio, o la recepcionista le habrá querido decir -Usted entrará en el consultorio dentro de quince minutos-? Ser correctos para expresarnos mejor no significa que nos fosilicemos o que nos neguemos a evolucionar. Siempre abiertos a los cambios, debemos lograr con nuestra disciplina lingüística que la lengua sea un verdadero vehículo de comunicación. El objetivo no es escandalizarse y asfixiar a nuestros semejantes para que memoricen un frío listado de normas. Debe existir una reflexión normativa que permita emplear la palabra adecuada, la construcción gramatical concisa, y redactar con coherencia un escrito; una reflexión normativa que nos permita saber fundamentar la corrección de cada error. Marginar las normas es crear la crisis idiomática que se funda en un confortable -con entendernos, basta-. Con entendernos, no basta. -Crisis- denota -cambio-, pero no es un cambio de lengua el que buscamos, sino el que implica esfuerzo de perfeccionamiento y firme propósito de enriquecer la conciencia lingüística de los hablantes, pues este español que hablamos y escribimos en libertad, debe conservar siempre el candor de su nacimiento, pero también debe estar fuertemente preparado para los embates de los nuevos tiempos. Alicia María Zorrilla