Uno presiente, generalmente, cuando llega el momento de partir.Te despiertas una mañana con los primeros rayos de luz que atraviesan la ventana de tu habitación y percibes entreviendo, casi difusamente, que todas las cosas están en su sitio como el día anterior y, sin embargo, son distintas, otras, tal vez parecidas.Algo en el paisaje perfuma el aire con una sutil fragancia y los colores impresionan tu retina con una nueva tonalidad.Una inquietud, cada vez más insistente, comienza a acelerar los latidos del corazón y una susurrante voz te impele, urge, alecciona a marchar.Sabes que lo único que llevas en tu equipaje de valor son los recuerdos, la nostalgia de un tiempo que quedó en el pasado, el calor de una mirada que fue intensa, la risa cantarina e inocente de la niñez. Y, entonces, con ese pequeño, profundo, intenso bolsón de viaje colgado de tus hombros abandonas tu casa cerrando cuidadosamente el pórtico de entrada. Te despides de ese perro vagabundo que ladra insistentemente a tu paso y, silbando una triste melodía te pierdes a lo lejos, más allá del horizonte.