Soy viajero infinito de esta unidad de sucesos, un karma milenario: el pánico inmenso del Neanderthal ante el mamut, la voz de Eco y el rostro de Narciso, la piel del bonzo en su última llama, el fakir en su lecho de clavos, el puño del kamikaze cayendo sobre el acorazado, la mirada de Julio César rendida ante la daga, las manos de Colón sobre la arena, las entrañas del sobreviviente de un terremoto, el torso tenso del clavadista erguido en el risco, los últimos sonidos que vibró Beethoven, el pecho contra el tanque del hombre en Tian an men, el vacío final de Romeo y Julieta... En silencio total, me disparo a la garganta la crucial pregunta, esa fruta prohibida… ¿por qué escribo? Escribo porque es mi salto al vacío, el sabor del fin, el fuego, la primera esperanza, el miedo y las traiciones ineludibles, la fantasía irreal que creen ver mis ojos, el valor desesperado, ruinas del orgullo, el dolor y un destino acorralado, una furia, un hambre atroz, la decisión serena y el espanto, sólo mis latidos, la perpetua soledad, los destellos del pasado y sus presencias, lo que nunca alcancé a decirle... Reitero rituales de la tierra y sus elementos, buscando descifrar el exorcismo capital de mis dudas, la trascendencia fugaz, la savia humana, más que la inteligencia el sentimiento desnudo, un poco de aquel resplandor que le reste momentos a mi muerte, o me haga, al menos, merecedor de estar vivo.